Publicado por Hoenir Sarthou en el Semanario Voces
La semana pasada escribí una nota sobre educación. Se publicó aquí mismo, en Voces. Sostuve en ella algo que me preocupa desde hace tiempo: que el sistema de elección de horas docentes aplicado en Secundaria es un desastre, que fomenta muchos de los peores problemas que sufre la enseñanza secundaria y que se lo debería eliminar de raíz, así, sin anestesia.
Como pasa cada semana con los artículos de Voces, esa nota se subió a Facebook. Y aquí viene lo curioso.
Si uno escribe sobre lo que suele llamarse “política”, mejor dicho, si uno afirma, por ejemplo, que Mujica debería afeitarse más seguido y tener más claro lo que quiere hacer, Lacalle disimular su aire soberbio, Larrañaga leer más e ir a un fonoaudiólogo y Bordaberry tener en la mirada la misma paz que trasuntan sus declaraciones públicas, uno puede tener por seguro que los espacios de facebook, debajo de su artículo, se llenarán de comentarios. Alguna gente clickeará para indicar que le gustó la nota y otros escribirán (a veces largo) para decir por qué discrepan o están en desaacuerdo con ella. Es muy probable también que los comentaristas se “trencen” entre sí en polémicas que a veces se alejan muchísimo del tema original.
Pero eso ocurre si uno escribe de política, del ajedrez partidario, de personalidades públicas, ideologías y organizaciones. Me ha pasado a mí y les ha pasado a muchos redactores de Voces.
Mi nota de la semana pasada, en cambio, hablaba sobre enseñanza, en particular sobre enseñanza secundaria. Hacía una descripción muy dura de la situación actual, fundada en los resultados las pruebas “Pisa”, pero también en la opinión de una destacada docente y, sobre todo, en que la crisis del sistema educativo secundario rompe los ojos de cualquiera que los tenga y quiera ver.
Sin embargo, en toda la semana, esa nota sólo cosechó dos “me gusta”, un breve comentario aprobatorio y ninguna crítica, ninguna polémica.
¿Es que todos los que la leyeron están de acuerdo? Por cierto, no. Me consta que los sindicatos de profesores y muchos docentes –en especial los viejos y con mayor puntaje- defienden con uñas y dientes el régimen de elección de horas. Y muchos jóvenes docentes están tan acostumbrados a él que les cuesta imaginar que pueda no existir, pese a que les impone una inestabilidad laboral que las leyes no permitirían imponerle a ningún otro trabajador del país. ¿Será acaso que todos los lectores estaban en desacuerdo? Tampoco, porque en los años que llevo discutiendo este tema nunca encontré a una persona que fuera capaz de señalarme una sola ventaja del régimen de elección de horas. Bah, una ventaja que no fuera la conveniencia particular y corporativa de los profesores más viejos y con mayor puntaje.
Sin embargo, en Facebook no hubo polémica. Como no la hay tampoco en el país, al menos con seriedad, cuando se plantean los problemas educativas ¿Qué pasa con la educación? ¿Por qué, si estamos de acuerdo en que tiene problemas graves, genera esos silencios desconcertantes?
Por cierto, la eliminación del régimen de elección de horas no convertiría a los liceos en paraísos, ni mucho menos. Pero, si cada docente permaneciera en el liceo en que estuvo el año pasado (con los naturales traslados para cubrir las vacantes causadas por ascensos o jubilaciones, como ocurre en todos los demás empleos del país), se evitaría el loquero que se produce cada año, las vacantes que duran meses, los alumnos sin profesores, la pérdida de horas de clase, la incertidumbre, la sensación de que a nadie le importa lo que ocurra. La eliminación del régimen de elección de horas permitiría, además, que el cuerpo docente de cada liceo tuviera permanencia en el mismo y pudiera “encariñarse” con los alumnos, conocerlos, sentirse responsable por ellos. Facilitaría también ir concentrando las horas de cada docente en un solo liceo.
Es verdad que habría muchas otras cosas para revisar en Secundaria: el contenido de los programas, la formación de los docentes, la relación entre la educación y el trabajo, y entre la educación y la vida ciudadana, e incluso la filosofía con la que se encara el fenómeno educativo. Pero todos esos cambios llevan tiempo, son costosos y requieren acuerdos conceptuales que en el país distan de existir.
¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos quedamos paralizados esperando una solución global y maravillosa? ¿O implementamos aquellos cambios que sí se pueden hacer, porque no insumen tiempo, no tienen costo y porque nadie en una posición imparcial puede encontrar un motivo valedero para no hacerlos?
En estos días, los senadores Pedro Bordaberry y Ope Pasquet propusieron establecer por ley un mínimo de 180 días anuales de clase en los institutos públicos de enseñanza. Por suerte, el presidente Mujica parece haber recogido la iniciativa.
Es otra reforma posible, sencilla, sin costo (los sueldos de los docentes se pagan todo el año) y a la que nadie en su sano juicio podría oponerse.
Tal vez, como señaló el periodista Emiliano Cotelo hace un par de días, la reforma de la enseñanza no pueda ser “La Reforma” (así, en singular y con mayúscula). Tal vez deba ser una serie de reformas sucesivas (plurales y con minúscula), tales que cada una cree el ambiente propicio para otros cambios, más profundos.
Quizá, como casi siempre, la cuestión sea empezar por algún lado.
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